martes, 18 de mayo de 2010

EL ABUSO DE CONFIANZA

EL ABUSO DE CONFIANZA

Curiosamente, con quienes peor nos llevamos con bastante frecuencia es con aquellos con quienes se supone que tendríamos que llevarnos mejor: nuestros padres, nuestros hermanos. ¿Por qué nos ocurre esto?

Sabemos que la convivencia cotidiana es una tarea muy exigente y además no todos y no siempre logramos asumirla con espíritu constructivo. En consecuencia, es inevitable que casi permanentemente se produzcan fricciones menores entre los miembros de la familia. Sin embargo, ésa no es la causa de fondo por la que te llevas tan mal con algunos de ellos.

Sin duda la convivencia diaria bajo un mismo techo modifica sustancialmente la relación entre las personas. Sin embargo, no es la explicación directa de los problemas que generalmente surgen en el seno familiar pues, como bien sabes, no necesariamente resulta desagradable compartir con otras personas el mismo espacio durante algún tiempo.

Por el contrario, cuando viajas con tus amigos o estás una temporada con tus primos por ejemplo, te la pasas muy a gusto. ¡Claro! siempre es más fácil tolerar una cierta condición cuando de antemano sabes que es temporal y mucho más cuando el propósito es divertirse: en esas circunstancias, las eventuales incomodidades se convierten en sí mismas en motivo de risas y bromas.

Y cuando la atmósfera no es de juego sino, por el contrario, seria y formal –como cuando participas en un retiro espiritual, en un curso de capacitación de tiempo completo o en una excursión científica-, tienes mucho cuidado con tu actitud hacia los demás: procuras ser más considerado y atento. Generalmente los demás se comportan exactamente de la misma manera. Así, entre buenos modales y amabilidades recíprocas, se produce un ambiente de respeto en el que todos se sienten cómodos y hasta pueden llegar a fructificar vínculos más estrechos. Sabemos de sobra por qué se comporta todo el mundo tan correctamente: no les tenemos confianza a los desconocidos y no queremos causarles una mala impresión.

¿Qué ocurre entonces con tus parientes más cercanos, con tus hermanos, con tus padres, con la familia, con LAS PERSONAS A LAS QUE SÍ LES TIENES CONFIANZA?

El tener confianza a otra persona te permite mostrarte en su presencia tal y como eres, sin disimulos, sin engaños; comunicarle tus pensamientos más íntimos, lo que verdaderamente sientes. Sólo que a veces la confianza se confunde con la falta de compromiso, con la falta de respeto, con la falta de consideración. Parece que “la confianza” puede llegar a servirnos de pretexto para descuidar algunas de nuestras relaciones, para abusar de ellas. Con frecuencia escuchamos la frase “¡Es de confianza!”, para justificar una falta de atención.

- Pero, ¿cómo vas a darle a tu hermano un regalo tan mal envuelto?

- ¡Ah, no importa, es de confianza!

- ¿No podrías peinarte antes de venir a sentarte a la mesa a la hora de la comida?

- ¿Para qué? ¡Ustedes son de confianza!

- ¡No entres a la recámara! Tu abuelita está descansando.

- ¡Ay, no molestes! Es mi abuela, ¿no? ¡Hay confianza!

En efecto, A NUESTROS FAMILIARES LES TENEMOS MUCHO MENOS CONSIDERACIÓN QUE AL RESTO DE LAS PERSONAS. Carecemos de modales cuando tratamos con ellos. No les tenemos la menos paciencia en razón de su edad, de su sexo, de su salud, o de su estado de ánimo. No nos fijamos en el tono que utilizamos al hablarles. No nos detenemos a recordar que ellos no tienen la culpa de lo que en ese momento nos está sucediendo y dejamos que afloren nuestras frustraciones y desánimos así nada más, sin prevenirlos ni disculparnos, COMO SI TUVIERAN LA OBLIGACIÓN DE AGUANTARNOS CUALQUIER COSA EN CUALQUIER MOMENTO. A eso es a lo que llamo abuso de confianza.

Si abusas, aunque sea de vez en cuando, de la confianza que tienes con tus familiares es porque en el fondo –aunque no te lo digas nunca y hasta te quejes de lo contrario- sientes que son algo seguro, que no vas a perderlos nunca. A pesar de todo lo que te molesta de tu familia y de “lo poco que sientes que puedes contar con ellos”, supones que su amor por ti es –o, al menos, debería ser- inamovible e imperecedero: que existirá para siempre. Ya se sabe: ¡el mito del amor filial!

Crecemos con la loca idea –porque así nos lo enseñan- de que los padres siempre quieren a sus hijos porque es algo natural, pero no sólo eso, sino que además deben quererlos porque es “su obligación”. Lo mismo pensamos del amor de los hijos hacia los padres. Esta idea, que mezcla el peso de una determinación inflexible de la naturaleza con la obligatoriedad moral que prescribe la sociedad, convierte el amor filial en una especie de ¡candado doble! Del que nadie puede –ni debe- escapar. Aunque esto nos parece “una verdad contundente”, se trata en realidad de un invento relativamente moderno: en épocas más antiguas nadie creía en ello; con leer un poco de historia, podrás constatarlo por ti mismo. Lo que ocurre es que nos lo repiten tanto que terminamos por creer en este mito del “amor a fuerzas” como si fuera una ley inexorable: “los padres aman a sus hijos y los hijos a sus padres... porque así es y porque es su obligación.”

En cuanto a los hermanos, como comparten esta curiosa condición del amor filial que consideramos poderoso e invencible, nos parece que no tienen alternativa sino la de quererse también entre sí, ¡aunque no tengan otra cosa en común! Los hermanos que no se quieren nos escandalizan tanto que sólo podemos explicarlo suponiendo que uno es la encarnación del bien (Abel) y el otro es la encarnación misma del demonio (Caín).

Las cosas son completamente diferentes. A la familia nos une un vínculo consanguíneo: somos de la misma sangre. Pero, ¡OJO!, eso NO significa que SOMOS LO MISMO.

Por muy cercana que te resulte una persona es alguien distinto a ti y como tal hay que tratarlo. En consecuencia, si quieres su afecto, respeto y solidaridad incondicional, tienes que ofrecerle tu afecto, tu respeto y tu incondicional solidaridad, así se trate de tus propios padres, de tus hermanos o de tus hijos. Se siembra lo que se cosecha. Exactamente igual como con cualquier otra persona.

Nada se gana con repetir frases como “me tienes que respetar porque soy tu padre”, o “deberías quererme más porque soy tu hijo”. El respeto, como el afecto, son cosas que se ganan respetando y queriendo nosotros también.

Habrá que repetirlo nuevamente: ningún afecto se sostiene si no se lo cultiva. No nos engañemos más. La prueba la tenemos a la mano. ¿Cuántas personas conoces que evitan en lo posible a sus padres y a sus hermanos y sólo cumplen con algunas formas de compromiso social “para que no digan”, o “para que no los molesten”, o “para cubrir las apariencias”? En realidad, no se quieren. Han estado abusando de la confianza que se tienen, en lugar de cultivar con respeto, consideración y el mayor de los cuidados, vínculos de verdadero afecto.

En síntesis: la convivencia diaria facilita la confianza entre las personas que se conocen bien. En lugar de abusar de esa confianza descuidando y hasta maltratando esas relaciones, aprovéchala para cultivar un afecto sólido, con respeto y buenos modales.

(Eunice Cortés – “Por favor, sea feliz en familia”)

“La casualidad nos hace hermanos, pero es el corazón el que nos hace amigos.”

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